De las 44 jóvenes que estudian en la Institución Educativa Embera Atrato Medio, en Vigía del Fuerte, ocho asisten a clases con sus hijos en brazos y cuatro están embarazadas.
De las 44 jóvenes que estudian en la Institución Educativa Embera Atrato Medio, en Vigía del Fuerte, ocho asisten a clases con sus hijos en brazos y cuatro están embarazadas. Ser madres es una de las mayores causas de deserción en este colegio y las que logran graduarse, en la mayoría de los casos, no acceden a la educación superior.
En la Institución Educativa Embera Atrato Medio, dedicada a la educación secundaria, no hay sólo jóvenes: hay también niños, niñas y bebés. Ellos asisten a las clases, pero de la mano o en los brazos de sus madres. Juegan, lloran, se alimentan mientras los profesores dan clases. Acaparan el tiempo, las miradas y los ánimos de sus madres en los dos recesos diarios de 15 minutos y en los descansos en los que ellas desayunan, almuerzan y comen.
De las 44 jóvenes que asisten a la Institución Educativa Embera, ocho llevan sus hijos al colegio, cuatro están en embarazo y algunas otras que ya son madres tienen con quien dejar a sus hijos en sus comunidades. Ellas tiene entre 14 y 23 años y las que son mayores de 20 tienen ya más de un hijo.
En la madrugada del 4 de junio de este año nació la segunda hija de Nilsa. Ella tarda cuatro horas en lancha por el río Atrato para llegar al municipio de Vigía del Fuerte en Antioquia, donde está ubicado el colegio. Ella, como sus compañeros, se traslada seis veces al año hasta Vigía, porque este sistema de educación para los embera no funciona de lunes a viernes. Funciona con seis etapas al año, cada una de 13 días, de domingo a domingo. El 5 de junio comenzaba la cuarta etapa. No asistir le implicaba a Nilsa perder el año. Perder año, le implica botar la plata invertida durante las tres etapas anteriores en transportes y comidas.
Había dado a luz el día anterior y aún así, con su hija de menos de 24 horas de nacida en brazos, se montó en una lancha para llegar al colegio. Tuvo cuatro días de incapacidad, al quinto asistió a clases. Nilsa tiene 21 años, ojos rasgados, pelo negro, liso y largo. Lleva, como sus compañeras, una tela amarilla con flores de colores amarrada a la cintura y que apenas le llega a la rodilla. No es una falda, es una Paruma panameña y es la prenda típica de las mujeres embera.
“Ser madres desde los 13 o 14 años es pasar de la infancia a la adultez, sin tener la adolescencia de por medio”
Mientras carga a su hija en brazos y le da de comer recuerda que cuando estuvo en embarazo por primera vez, hace cuatro años, tuvo que dejar de estudiar. En esta ocasión no quiso hacerlo. “Nosotras las mujeres siempre nos hemos quedado en la casa, pero yo quiero seguir estudiando, tengo que hacerlo”. Lo dice porque una de las causas de deserción más comunes en su colegio —además de la falta de recursos y enfermedades como el paludismo, típica de los lugares selváticos en los que viven— es ser madre.
Ser madres desde los 13 o 14 años es pasar de la infancia a la adultez, sin tener la adolescencia de por medio. Es tener otras preocupaciones y otras responsabilidades. Para Nilsa tener dos hijas a su edad es tener un futuro incierto.
La educación indígena en Colombia comenzó en 1976 y desde entonces ha estado, sobre todo, a cargo de comunidades religiosas. A las orillas del río Atrato llegaron las Misioneras de la Madre Laura. Trabajaban principalmente en el municipio antioqueño de Murindó, ahí ellas se encargaron de la formación primaria de comunidades embera. En 1996 crearon el colegio de educación secundaria exclusiva para esta población. Si ellas no lo hacían, el Estado no lo habría hecho. Escogieron Vigía por ser un municipio central, el que menos horas en transporte fluvial implicaba para todos. Hoy llegan al colegio estudiantes de 38 comunidades embera que viven en veredas de los municipios de Vigía, Murindó y Bojayá.
Este colegio, este modelo de educación, sobrevivió a las épocas más difíciles del conflicto armado. En 1997 fueron los paramilitares. En el 2000, la guerrilla, cuando un enfrentamiento de 17 horas entre los dos grupos armados acabó con el pueblo. Después vino la masacre de Bojayá, al otro lado del río en el departamento de Chocó. Era mayo de 2002 y nuevamente eran los paramilitares contra la guerrilla. El Bloque José María Córdoba de las Farc lanzó una pipeta de gas sobre la parroquia del pueblo donde se refugiaban del enfrentamiento 300 personas, de las cuales 79 murieron.
Sobrevivieron a estos años porque las maestras y los estudiantes se adaptaron a la guerra. Cuando una de las etapas no se podía realizar, buscaban la manera de llegar a las comunidades de los estudiantes para seguirlos educando. Otras veces los acompañaban en las lanchas desde el colegio hasta sus comunidades. “Nos tocaba ir a dejar los estudiantes a la boca del río para que no tuvieran problemas. Para garantizar los mínimos de seguridad”, recuerda Gloria González, rectora de la institución. La Corte Constitucional en el Auto 004 de 2009 explica el riesgo de exterminio de pueblos indígenas en Colombia. Sobre los dos grupos embera —dóbida (hombres de río) y eyábida (hombres de montaña)— afirma que se encuentran en situación de riesgo a causa del conflicto armado y el desplazamiento forzado.
Nilsa está en décimo. La clase que más le gusta es Español. Aprende a leer, pero sobre todo a escribir. La lengua embera es ágrafa y de ahí su interés por escribir en español. También les enseñan matemáticas, química, informática, pero todo enfocado en lo que les es útil dentro de la cotidianidad de sus comunidades y no en la cotidianidad del mundo occidental. Las clases son en español, pero esa es su segunda lengua y por eso ni ella ni sus compañeros están obligados a hablarla. Tienen además un espacio para aprender de sus territorios y de su cultura, para saber sobre gobernabilidad y justicia indígena y sobre temas de género en el contexto de esta etnia. No se trata, como dice la rectora del colegio Gloria González, de hacerlos ajenos a la cultura occidental mayoritaria, sino de buscar los puentes comunes entre la narrativa de occidente y la de las comunidades indígenas.
Se habla, aunque poco, de educación sexual. Este año, sólo en una etapa recibieron información sobre el tema. Las mujeres embera empezaron a asistir a este colegio desde hace pocos años, antes sólo eran hombres, por tradición cultural. Este año, particularmente, son muchas las mujeres jóvenes que tuvieron hijos y las que están embarazadas. Pero Gloria González explica que siempre ha existido en el colegio este fenómeno de madres adolescentes: “Llegan muy jóvenes y acá es una oportunidad para encontrar novio o novia y por lo tanto de iniciar su vida sexual a los 13 años. En sus comunidades tan pequeñas, donde todos son familia, el círculo se cierra. Acá se les abre el panorama. Hay parejas muy bonitas, pero hay otras que se nos convierten en un desorden. El colegio es el espacio para ser novios con derechos”.
Esta institución educativa hace esfuerzos para adaptar la educación al contexto de esta población y de su cultura. Hay exigencias de materias obligatorias, de requisitos curriculares y burocráticos por parte del Ministerio de Educación. “La ley dice que tenemos modelos etnoeducativos, pero finalmente se refiere y se asimila mucho a una educación tradicional”, explica Ingrid Serrate, profesora de la institución. Etnoeducación, dice ella, debería referirse a un modelo propio, que nazca de las comunidades. Es difícil hablar de etnoeducación en Colombia para todas las comunidades indígenas porque no todos los pueblos tienen el mismo sentir, ni la misma cosmovisión, ni las mismas necesidades. Porque, además, dice Ingrid, “quienes trabajamos enseñándole a estos grupos indígenas, no tenemos una formación en etnoeducación”.
Los 161 estudiantes que asisten este año a la Institución Educativa Embera Atrato Medio son los encargados de llevar el conocimiento y sus experiencias a sus comunidades. Ellos son privilegiados por tener los recursos, los $ 200.000 que les cuesta asistir a cada una de las etapas. Por eso muchos son líderes, tienen menos de 20 años y algunos ya son gobernadores. Son líderes por méritos, pero también porque tienen habilidades de comprensión del contexto en el que viven, porque saben escribir en español, porque tienen un nivel educativo que los demás no tienen.
Cuando no está en Vigía del Fuerte, en el colegio, Nilsa se dedica a sembrar banano y arroz y hacer el oficio de su casa. Cada vez que se acerca una nueva etapa de estudio, con sus compañeros del colegio tienen que cortar un palo de Choibá —de mil pies de largo, dice ella—, partirlo en bloques y vender la madera para recibir el dinero que necesitan para poder asistir a las clases. Ella dice que durante los 13 días que está en el colegio, la vida es más fácil, hay menos cosas que hacer, “acá sentimos que descansamos”. Y lo dice a pesar de tener una hija en brazos.
Claudia Dobiana, una compañera de Nilsa, tiene 20 años, una hija de tres y un embarazo de cuatro meses. Dice que a pesar de la ayuda que le da su familia, la que le da su suegra que a veces la acompaña hasta Vigía para cuidar a su hija, es difícil ser mamá y estudiante al mismo tiempo. “Hay que levantarse más temprano para bañarla y vestirla. Que la niña se orina, que llora, que tiene hambre y uno estudiando. Por más temprano que uno se levante, por más que deje todo arreglado, no hay tiempo para descansos”, explica Claudia.
Claudia es una de las estudiantes del colegio que ya ha tenido cargos políticos en su comunidad. En 2016 fue gobernadora de Chibugadó, una comunidad indígena del municipio de Murindó. “Tenía que hacer reuniones, mantener el pueblo limpio, solucionar problemas, ir a donde el alcalde y pedirle proyectos, hablar con el gerente del hospital para que fuera el médico a la comunidad”, explica. Dejó de ser gobernadora, pero no de ser líder. Coordina un equipo de fútbol de mujeres indígenas y dice que además del deporte busca espacios para hablarles sobre el manejo de la casa, sobre el aseo de los niños, sobre los valores. “Les enseño cómo es que hay que portarse con el hombre, que cuando uno tiene su marido, no hay que estar con otro. Hay que tener todo listo cuando el marido llegue y compartir las cosas que hacen en la casa. Que la mujer haga la comida y el hombre lave los platos”.
Es un pensamiento contradictorio. Claudia habla de la igualdad que debe haber entre hombres y mujeres, pero su cultura no deja de lado que ellas deben seguir al servicio de ellos. Claudia dice que es importante que las mujeres sean líderes, que tengan cargos en sus comunidades porque es la única manera de defenderse entre ellas. “Porque como nosotras somos las más quedadas, uno asume el esfuerzo para que todas las mujeres seamos capaces de seguir adelante. Si un hombre es líder él habla para toda la comunidad sin distinción, pero nunca se a acerca a una mujer para decirle que estudie, que no coja marido a temprana edad”.
Para Claudia, como para Nilsa, que las mujeres embera no busquen novio o marido desde los 13 años ni sean madres a temprana edad, depende de que los líderes de las comunidades y sus padres se concienticen de esto. Nilsa dice que no quiere que sus hijas sean madres tan jóvenes, porque ser madre a los 16 para ella fue un error. “Porque cuando uno es joven es rebelde y no es capaz, no sabe cómo cuidarlos. Quiero que mis hijas primero estudien y después cuando tengan un trabajo tengan hijos”.
Para Nilsa ser madre a temprana edad es sobre todo injusto. “Cuando se es madre tan joven ni siquiera hay con quién criar los hijos. Los papás simplemente se van”, dice. Sabe que ella es quien tiene una responsabilidad mayor. Ella, como Claudia, tiene claro que no pueden salir del colegio y pensar en seguir su futuro profesional porque ya están sus hijas, y deben primero responder por ellas.
El papá de la primera hija de Nilsa la dejó y nunca más volvió. Ahora le angustia que el papá de su segunda hija también la deje. Porque él termina este año el colegio y está pensando en aplicar a una beca para entrar a la universidad en otro departamento del país. Porque él, a diferencia de ella, sí tiene la promesa de una mejor educación.
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