Matilda González Gil tiene 30 años, es abogada con una maestría en Derecho Internacional y columnista de Vice Colombia y de Revista Cromos.
Matilda llegó al feminismo cuando era estudiante de Derecho en la Universidad de Los Andes, en Bogotá, gracias a las clases que tomó con profesores como Isabel Cristina Jaramillo, Julieta Lemaitre, Esteban Restrepo y Chloe Rutter-Jensen. (Ver: “Estoy más que calificada para llegar a la Corte Constitucional”).
Ahí empezó a participar en discusiones sobre género en las que no había estado, entre otras cosas, porque Matilda es de Manizales, una ciudad donde este no es un tema tan visible.
Sin embargo, en su feminismo también influyó su abuelita (L’Abuelitah la llama en sus redes sociales), una mujer de temperamento fuerte, que discute, que sacó a sus hijos adelante y con la que vivió tres años. Y en su casa se hace lo que ella diga.
Cuando Matilda entró a Los Andes no había empezado su tránsito de masculino a femenino y le gustaban los hombres. Era percibida, por tanto, como un hombre homosexual. (Ver: Diferentes formas de ser trans).
En ese entonces ya tenía claro que sentir atracción por las personas del mismo sexo no tenía nada de malo y entró a formar parte del Círculo LGBT de Los Andes. Las actividades en las que participó también aportaron a su acercamiento con el feminismo.
El feminismo me ha hecho mucho bien. Le salva la vida a muchas personas trans. A mí me ha ayudado a dejar atrás relaciones tóxicas y a entender que lo malo que a mí me pasa no es por ser trans sino por la transfobia.
Es muy distinto vivir en el mundo según lo perciban a uno como hombre o como mujer. El trato cambia. A las mujeres no nos toman tan en serio como a los hombres, se pierden privilegios. (Ver: “Nuestra estrategia es el amor”).
Yo trato de decir “soy feminista”. Hay que nombrar la palabra porque no tiene nada de malo, aunque entiendo que a veces también depende de la audiencia.
Por ejemplo, en la columna que tengo en el portal Vice, que es principalmente sobre personas trans, no la utilizo por estrategia para llegarle a más gente. Hablo de lo que representa y de lo que busca sin necesariamente decir “feminismo”. (Ver: Es feminismo: no humanismo ni “igualismo”).
También creo que pensar el feminismo como una identidad puede ser tramposo porque hay personas y organizaciones que dicen serlo pero si se revisa bien, no lo son.
Yo creo en el feminismo más como proceso que como identidad. No es algo tan en blanco y negro y, en ocasiones, hay un cierto oportunismo al utilizar la palabra.
Es algo similar a lo que sucede con algunas “organizaciones LGBT” que solamente tienen personas lesbianas y gais contratadas, ni una trans. Entonces ¿por qué se llaman “LGBT”?
El feminismo tiene que ver con los privilegios y las relaciones de poder que tenemos en la sociedad. No es una categoría abstracta de decir “todos somos iguales” sino que está directamente relacionada con lo que hacemos, con cómo vivimos.
“ESTÁ BIEN SENTIR RABIA POR TODO LO QUE TENEMOS QUE PASAR, PERO PODEMOS APROVECHARLA PARA CAMBIAR EL MUNDO”.
El feminismo no ha sido un movimiento cercano a las personas trans y es un proceso por el que estamos avanzando. El hecho de que la columna que tengo en Vice se llame “Furia Travesti” y que escriba de la manera más sincera posible, así a veces suene grosero, es parte de ese primer paso de tomar conciencia de que lo personal es político.
Cuando estas frases salen en contextos heterosexuales donde las mujeres que hablan duro son calificadas de “feminazis” o en espacios de hombres que después de tener sexo con nosotras nos dicen “yo solamente había estado con ‘mujeres’“, me doy la pelea de discutirles porque uno tiene claro que no saben del tema.
Pero cuando esto sucede en contextos LGBT siento rabia. De alguna manera el movimiento LGBT ha sido el mal novio de las personas trans, ese que promete de todo y nos dice “tú y yo nos amamos“, pero en la práctica no lo demuestra.
Se habla de que somos “un movimiento LGBT”, pero a muchas de nosotras no nos dejan entrar a las discotecas que frecuentan gais y lesbianas. También hay mucho machismo en el activismo. (Ver: Derecho de admisión vs discriminación en bares LGBT).
A mí muchos hombres gais me han dicho que soy grosera y que tengo que bajarle al tono. Nos pasa lo mismo que cuando a las mujeres feministas les dicen “feminazis”. Yo creo que es hora de sentarse a hablar con ese mal novio, el movimiento LGBT, de evaluar si vamos a divorciarnos y de aclarar los términos.
Alguien me decía que en su organización no contrataban personas trans porque somos problemáticas y fiesteras y otros argumentos que, en últimas, son machistas. Como si los hombres gais no fueran conflictivos y rumberos.
Si uno hace un análisis de qué mujeres trans son las “aceptadas” en el movimiento LGBT,son las que estamos bien vestidas y las que hablamos de cierta manera. Es el novio que nos presenta como su novia para hacerles creer a los demás que no es gay.
En este caso, también doy la pelea. Yo sí respondo los comentarios y, si tengo mucha rabia, procuro demostrarla así a veces me toque pedir perdón después.
Cuando estoy fuera del movimiento LGBT soy más estratégica pero estando allí donde supuestamente somos una “comunidad” le apuesto a relaciones más sinceras. (Ver: ¿Vale la pena mantener la sigla LGBT?).
Como abogada, me parece importante destacar que el Derecho es profundamente limitado. Le damos al Derecho propiedades que no tiene.
Se tiende a creer que si se cambia la ley, la sociedad cambia de inmediato. Y el objetivo de los movimientos sociales y de algunas organizaciones es transformar el Derecho como si esto, automáticamente, representara cambios sociales.
Uno de los aportes que puede hacer el feminismo trans es decir que nuestro objetivo es la transformación social. Que acudamos al Derecho como una de las vías para lograrlo, está bien, pero con la certeza de que es limitado y de que tenemos que actuar en muchos otros frentes si queremos cambios radicales y no solamente en el papel.
Otro aporte importante son las “políticas trans-críticas” que propone el activista Dean Spade, para buscar las raíces de lo que hace a las personas trans tan vulnerables a la muerte y a que su expectativa de vida sea de 35 años.
Las “políticas trans-críticas” tienen como objetivo la transformación social y al mismo tiempo cuestionar las vías que hemos utilizado que son contradictorias o clasistas, como apelar a la cárcel para solucionar un problema de exclusión cuando allá van a parar las personas más pobres y vulnerables de la sociedad.
A mí me molesta lo del lenguaje “políticamente correcto”. Para mí ese concepto es como decir mentiras porque no significa que la sociedad cambió y somos iguales, sino que vamos a fingir que lo somos.
Es como cuando la gente cree que decir “personas trans” en vez de “travestis” las hace menos culpables: ¿Te hace menos transfóbico decir “personas trans” o más bien contratar a una persona trans en tu organización? (Ver: Diversidad sexual y de género para dummies).
Detrás de lo “políticamente correcto” hay una trampa. Por un lado, el lenguaje construye realidades y, por otro, las refleja. No debemos medir el lenguaje para que la gente no se ofenda y fingir que el problema no está.
Yo sí confronto a los tipos que me siguen tratando como si yo fuera un hombre y me dicen que lo hacen porque “ellos no entienden de eso“. Lo que hay detrás de esa frase es un “no me da la gana de cambiar lo que pienso”. Yo enfrento eso, no porque sea “políticamente correcto”, sino porque refleja que esa persona me ve inferior a ella.
Muchas personas trans han estado excluidas del sistema educativo. Y eso de entrada genera una brecha gigante entre lo que decimos desde la academia y cómo se comunica el feminismo en términos pop, pero sin banalizar el discurso. Las personas trans están excluidas de ese lenguaje tan raro que utilizamos en la academia.
A veces también siento que las feministas nos volvemos evangelizadoras al decir “te voy a enseñar qué es el feminismo” como creyendo que las demás personas tienen que aprender de nosotras, cuando hay muchas prácticas feministas por fuera de las ONG.
Uno de los retos del feminismo es entender que no todo gira alrededor del Derecho y que hay otro tipo de activismo que también debe ser valorado. Antes, las mujeres trans no estaban organizadas en un movimiento pero sí había una práctica de resistencia y gracias a muchas de ellas, otras pudimos ir al colegio y a la universidad.
No se trata de decir: “te voy a enseñar sobre feminismo” sino agradecerles por su práctica feminista, por haber resistido y haber sido visibles en un contexto en el que ni siquiera se les permitía existir.
Un reto es acercar el feminismo a las poblaciones que no han tenido acceso a la educación sin convertimos en evangelizadoras.
Para mí el feminismo es, ante todo, un proceso. No lo veo en términos de resultados. Pero muchas veces el feminismo del que hablamos en Colombia es de personas blancas, clase media alta, de Bogotá y de ONG. Tiene problemas de representatividad.
No hay mujeres trans visibles y tampoco se ven muchas mujeres negras ni trabajadoras sexuales en posiciones de liderazgo. Ningún proceso político funciona a punta de buenas intenciones. Y si queremos estar ahí, tenemos que tomarnos el feminismo. Hay que ver, en la práctica, qué tanto dialoga el feminismo con las personas trans.
Si queremos que la “agenda LGBT” hable de temas trans, nos tomamos su agenda porque no podemos quedarnos en “amiguis tu organización dice T y nunca incluyes nada trans“. No es suficiente con nombrarnos, porque en la práctica esto puede tomarse como suficiente, pero los cambios son procesos que también funcionan con fuerza.
Eso de que “las cosas han cambiado, para qué hablar de feminismo” es una excusa para mantener el estatus quo. Lo cierto es que al movimiento LGBT le hace falta feminismo: ¿por qué en sus organizaciones no hay personas trans contratadas?, ¿por qué cuando están contratadas no están al mismo nivel de gais y lesbianas? o ¿Por qué no manejan una agenda trans?
La respuesta de los activistas suele ser: “las cosas están cambiando, ya las estamos invitando a los eventos“, un argumento para mantener el estatus quo.
Seguiremos hablando de justicia hasta que exista plenamente, no hasta que haya “medio justicia”. No buscamos caridad sino igualdad. Nuestros derechos no son un favor que nos hacen. No es que nos van tirando migajas y nos vamos callando. Vamos a seguir jodiendo hasta que no tengamos la necesidad de hacerlo.
A mí me asombra que varias de las columnas que escribo en Vice Colombia las comparten mujeres que trabajan con web cams. Internet también ha revolucionado el trabajo sexual.
Y como muchas personas trans están en el mercado sexual, hay un beneficio importante en hablar de feminismo por Internet, pero más que todo en redes sociales. Esta ha sido una manera en la que yo, por ejemplo, me encuentro con muchas personas trans.
Las nuevas tecnologías han revolucionado el alcance de movimientos como el feminista y han hecho posible que nos comuniquemos con personas que de otra manera no habríamos conocido. Al menos en términos de comunicación nos han acercado.
El problema es el feminismo como identidad y no como práctica. Un hombre puede decir “soy super feminista”, pero en la vida real no lo es. Me parece irrelevante que una persona se nombre o no feminista, lo que me parece importante es la práctica. (Ver: Hombres ¿feministas?).
Más bien hay que hablar de los privilegios que cada quien tiene, que pueden ser de clase, raza o por el mismo hecho de no ser trans. Y en el caso de los hombres, por el simple hecho de ser hombres. (Ver: Cis… ¿qué?).
La discusión de la representación también es importante. Las personas trans estamos en los logos, en las libretas y en los vídeos de todo lo LGBT pero físicamente no estamos en sus espacios de trabajo ni en las mesas de discusión de las estrategias.
Hay quienes dicen “no hay que ser trans para hablar de temas trans” para justificar que no se contraten personas trans en las organizaciones LGBT. Yo sí creo que hay que hacer responsable a la gente de sus palabras: si va a decir que es feminista o LGBT, tiene que demostrarlo.
A mí me gustaría decirles a las personas trans que cuando estén con rabia o furia, no se sientan culpables sino que reivindiquen su derecho a sentirse bravas por estar en una posición injusta.
Muchas veces el argumento que se utiliza para dejarnos de lado es que “somos problemáticas”. De esta manera, el conflicto no es la discriminación sino el tono que utilizamos para reclamar.
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